Decenas de estrellas fugaces aparecieron en el cielo nocturno que cubría la ciudad de Dirdam. Eran altas horas de la madrugada, por lo que fueron pocos los que tuvieron la suerte de poder presencial tal espectáculo.

Una pareja contemplaba aquello, desde una calle apenas iluminada por unas pocas farolas. A pesar de la contaminación lumínica, podían verse con claridad aquellas luces que descendían sobre la ciudad. Si alguien las miraba largo rato, se daba cuenta enseguida de que no podían ser simples estrellas fugaces, pues su velocidad descendía conforme se acercaban a la ciudad.

La lluvia se atenuó poco a poco hasta que, finalmente, en el cielo brillaron las pocas estrellas habituales y todo volvió a la normalidad, como si nunca hubiera pasado nada.

La mujer se movió y el hombre la siguió. Ambos iban cargados, llevando algo envuelto en mantas. Caminaban lentos, uno al lado del otro, sin cruzar palabra. Unas capuchas negras tapaban sus rostros, aportando más misterio a su presencia por las calles que cruzaban.

Llegaron hasta un edificio gris de varias plantas. Solo había una luz encendida en él, cerca del vestíbulo. Se acercaron sigilosos y subieron las pocas escaleras que los separaban de la puerta principal. El hombre dejó al niño de seis años que llevaba en brazos, lo colocó bien para que no se destapara mientras dormía, ajeno a lo que estaba pasando. Enseguida se acercó la mujer y se agachó también. Una lágrima nació en sus ojos y fue a parar en la mejilla sonrosada de la niña de dos años. Ella también dormía, con una sonrisa en su cara angelical. La mujer la depositó junto a su hermano y les observó a los dos con tristeza.

—¿Crees que aquí estarán bien?

Él le pasó un brazo por los hombros.

—Él la cuidará y ella siempre le sacará sonrisas. Estarán bien.

Luego ella giró un poco la cabeza y miró al cielo.

—¿Y los demás?

El hombre suspiró.

—Esperemos que puedan llevar una vida normal, lejos de todo. Esperemos que algunos se encuentren y puedan compartir sus secretos y sobrellevar el estar solos en este mundo.

Ambos miraron a los dos niños. Sus respiraciones eran pausadas, tranquilas. Ella se sacó un colgante de debajo de sus ropas y se lo desabrochó. Luego lo sostuvo delante de sus ojos. Era un objeto singular, un reloj con arena azul zafiro en su interior, que en aquel momento estaba estática.

El hombre lo tomó de sus manos y lo puso con sumo cuidado alrededor del cuello de la niña, tratando de no engancharlo a su pelo castaño. Lo ocultó bajo su ropita y le dio un beso en la frente. Luego hizo lo propio con una piedra verde esmeralda que colgaba de una cadena dorada, pero en esta ocasión se la quitó de su propio cuello y fue para el niño.

—¿Entenderán lo que deben hacer? —preguntó ella.

—Seguro que sí, es parte de ellos.

Le dio otro beso a él y se incorporó.

—Debemos regresar ya.

—No puedo…

—Lúa, no podemos quedarnos, lo sabes bien. Quizás algún día…

Ella asintió y se levantó tras dar un beso a cada uno de sus hijos.

—Algún día —musitó, tratando de creer en ello.

La pareja miró un rato más a los pequeños, cuyas cabezas se habían juntado hasta apoyarse mutuamente. Él comenzó a alejarse, pero tras dar varios pasos se dio cuenta de que iba solo y se detuvo girándose. La mujer seguía plantada delante de las escaleras, mirando con desazón los dos bultos que habían dejado.

—Lúa… —susurró él.

La mujer sollozó, se limpió las lágrimas y se encaminó hacia donde él estaba, con la mano extendida para que se la cogiera. Juntos abandonaron la calle, abandonaron la ciudad, dejando atrás lo que más querían.

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